Ya ni me acuerdo cuando dejé de escribir. Debe haber sido una de esas noches solitarias en la que sentado frente a una hoja de papel en blanco o frente a la pantalla de mi computadora, me sentí más vacío que nunca. Mi mente, como de costumbre, viajando hacia atrás en el tiempo. Rodeado por fantasmas de los que ya no están, recordando los momentos perdidos, las oportunidades no aprovechadas, los errores cometidos y el tiempo que ya nunca volverá. Cerré mis ojos y me transporté, me olvidé de la inutilidad de pensar en el pasado, de lo destructivo que puede llegar a ser el reproche a uno mismo, de la estupidez de pensar que pudo haber sido distinto, de la frustración al recordar que es imposible volver atrás y reparar los errores cometidos.
Creo que dejé de escribir cuando llegó la sequía que nubló mi mirada, cuando los tiempos cambiaron y los jovenes comenaron a lucir más jóvenes, cuando mi propia juventud se marchó prometiendo jamás regresar. Entonces mi vista se empañó antes de pronunciar palabra alguna, los fantasmas voltearon hacia atrás y comenzaron a alejarse hasta finalmente abandonarme, cuando el sello de furia que estampó mi boca me impidió gritar.
Dejé de escribir cuando me quedé solo, rodeado de gente pero solo; viendo como mis seres queridos se esforzaban por adivinar mi interior, sin darse cuenta que estaba completamente vacío.
Y entonces, hasta la pluma se secó. Cayó sobre el papel manchado de rojo, último testimonio de mi soledad, prueba inequívoca que, desde ese mismo momento, nunca más emitiría palabra alguna.
