El amanecer del segundo día lo encontró a Mauricio acostado en su cama, todavía despierto, mirando el ventilador de techo girar y pensando en como podría sobrellevar un día entero sin hablar. Perla, su gata negra, estaba ansiosamente sentada al lado de la cama, esperando que Mauricio se levantara y le diera algo de comer como todos los días a esa hora, además de los acostumbrados mimos. Pero ese día Mauricio no estaba de ánimos para eso. Se sentó de golpe sobre su cama, miró a su gata negra de reojo mientras esta inclinaba su cabeza hacia un costado como cuando Mauricio le hablaba y ella parecía no entender lo que su amo le decía, cosa que Mauricio creyó extraño, ya que él no le estaba hablando esta vez, y lo hizo sonreír.
El ver la reacción de Perla le dio la energía suficiente para que Mauricio se levantara de su cama, pero no para volverla a armar como todos los días. Era la primera vez que sonreía desde que todo había cambiado y Mauricio decidió no volver a hablar jamás. Ni siquiera cantó bajo la ducha esa mañana como antes lo hacía; tampoco tarareó cuando se cepillaba los dientes y ni una palabra cuando le servía la comida a Perla, su gata negra, que la recibía con toda clase de giros a su alrededor y ronroneos. Ni una palabra al espejo cuando se ató el nudo de su corbata.
Y ni una palabra a su vecina con el perrito, la misma que tomaba el elevador con él todas las mañanas a las seis y cuarenta y ocho de la mañana desde el piso dieciséis, para pasear su mascota al fresco. Mauricio se dio cuenta que no se acordaba si su nombre era Rosa. Siempre había estado muy distraído mirando a su teléfono y sin prestar mucha atención en su viaje en el elevador, que ya de por sí le parecía incómodo. Hacía diez años que vivía en ese mismo edificio; diez años tomando ese mismo elevador a las seis y cuarenta y ocho de la mañana. El mismo que dejó de funcionar dos veces y paró en el entrepiso, donde lo único que se vé detrás de los rombos vacíos que forman las varillas metálicas del elevador, es una pared de ladrillo muy vieja. Casi una hora cada vez, estancado entre el primer piso y la planta baja con su vecina y el perrito. Pero todavía no podía recordar su nombre, aunque algo le decía que podría ser que se llamara Rosa. Pero eso ya no le importaba, porque de todos modos él ya no le volvería a hablar, ni a esta Rosa ni a ninguna Rosa en el mundo. Ya no importaban los diez años desaprovechados con el temor a preguntar y pensar que podía pasar por un metiche,un curioso o un entrometido. No importaba que nunca había sido demasiado amable por temor a que lo creyeran un posible acosador sexual, un maniático interesado en explotar a una pobre viuda desprotegida. Pero él en realidad no sabía si Rosa era viuda o pobre, o si estaba en realidad deprotegida, ni siquiera sabía con certeza si su verdadero nombre era Rosa. Solo que esta vez, y solo esta vez, Mauricio notó que nunca se había fijado en el vestido de esta señora, el que le pareció muy fino y muy negro como para lucir a esas horas de la mañana. Pero eso no importaba ahora, porque de repente, Mauricio ció de reojo que los labios de su vecina se movían. Le estaba hablando a él? Le hablaba a su perro? Y como era que se llamaba el perro? Ni siquiera había notado que era el mismo perro que él había visto el día en que se mudó a su nuevo apartamento en ese edificio, luego de haber vendido la casa que sus padres le dejaron cuando murieron; sí era el mismo perro, pero mucho más viejo.
La vecina de repente lo miró a él y le sonrió:
- “ Ya casi no escucha el pobre.” - Dijo. Y una gota de sudor corrió por la pálida y helada mejilla de Mauricio en la que se dibujaba una suave sonrisa como respuesta, sin siquiera querer.
Esa era la segunda sonrisa de esa mañana de ese segundo día sin palabras en la nueva vida de Mauricio.
El elevador fue el siguiente sonido que Mauricio escuchó. En un golpe seco llegó a la planta baja y la vecina, que seguramente no se llamaba Rosa, lo miró como cuestionando: “ Cómo era posible que Mauricio no reaccionara más rápido y le abriera la puerta del elevador inmediatamente.
Luego de un sobreactuado suspiro de la vecina, Mauricio finalmente abrió la puerta del elevador y dejó salir a esa dama con su perrito luego de hacer una pequeña reverencia, un poco en todo de disculpa y otro poco en tono de despedida.
Desde dentro del elevador y todavía con la puerta abierta, Mauricio vió alejarse a su vecina que seguramente no se llamaba Rosa y pensó: “Cómo era posible que en diez años nunca había desarrollado una relación más amistosa con su propia vecina. Cómo era posible que recordara la mayoría de los apodos de sus amistades virtuales y no el de su propia vecina por diez años.
Pero eso ya no importaba, ya no había manera de averiguarlo, a no ser que ese embrujo autoimpuesto de quedarse mudo para siempre se rompiera por alguna razón todavía no incluída en las ecuaciones de Mauricio; o si, como había sido su costumbre durante toda su vida, faltara a su propia palabra.
Mauricio sabía que no sería así esta vez, psique salió del elevador y cerro la puerta en silencio y se dirigió a su trabajo como todas las mañanas, pero esta vez, sin decir una palabra.